Atraídos por el Padre hacia Jesús. Según el relato de Juan, Jesús revela claramente que viene de Dios, para ofrecer a todos un alimento que da vida eterna. Al escucharlo, la gente se escandaliza y reacciona. Conocen a sus padres. ¿Cómo dice que viene de Dios? Jesús no responde a sus objeciones. Va directamente a la raíz de su incredulidad: “No murmuren”. Es un error pensar que lo saben todo sobre su verdadera identidad.
Jesús también añade que nadie puede creer en él, si no se siente atraído por su persona. Es cierto. No nos resulta fácil creer en doctrinas o ideologías. La fe y la confianza se despiertan en nosotros cuando nos sentimos atraídos por alguien que nos hace bien y nos ayuda a vivir. La atracción hacia Jesús la produce Dios mismo. El Padre que lo ha enviado al mundo, despierta nuestro corazón para que nos acerquemos a Jesús con gozo y confianza, superemos dudas y resistencias. Por eso debemos escuchar la voz de Dios en nuestro corazón y dejarnos conducir por él hacia Jesús, recordando al profeta Jeremías: “Yo pondré mi ley dentro de ustedes y la escribiré en su corazón”.
Las palabras de Jesús nos invitan a vivir una experiencia diferente. Si en lo íntimo de nuestro ser, nos sentimos atraídos por lo bueno, lo hermoso, lo noble, lo que hace bien al ser humano, lo que construye un mundo mejor, fácilmente nos sentiremos invitados por Dios a sintonizar con Jesús.
Acompañar hasta el final. «El que cree tiene vida eterna». Después de regresar de un estudio médico, me pidieron visitar una niña enferma. Al regreso me animé a escribir sobre el proceso de acompañamiento hasta el final. El progreso de la medicina ha hecho crecer el número de enfermos a los que se les prolonga la vida durante un cierto tiempo, aunque sin posibilidad alguna de curación. Estos enfermos viven el duro trance de ir «terminando» su vida de manera inevitable y requieren de una atención particular,
Para esto debemos entender el proceso que el enfermo terminal va a vivir en su caminar hacia el final: Agotamiento y debilidad extrema, miedo al dolor, impotencia al ver que la vida se escapa sin remedio, temor ante lo desconocido, pena inmensa al tener que abandonar a los seres queridos, miedo a estar solo en la hora final. La proximidad de la muerte aflige al enfermo y hace sufrir intensamente a los familiares, amigos y cuantos quieren de verdad a esa persona. Es duro estar junto al que va a morir, sintiendo la impotencia y la pena de una vida querida que termina. ¿Qué podemos hacer?
Estar cerca, no dejar solo al enfermo. Aunque no se pueda curar, se puede cuidar, acompañar, ayudar a vivir los últimos momentos de manera digna, serena y confiada. Darle lo mejor de nuestro afecto y ternura y aliviar su dolor para viva su proceso con la mayor serenidad posible. Esto significa calmar el dolor físico con los medios apropiados, pero también confortarlo en el sufrimiento moral y alentarlo en el momento de la crisis o la depresión.
El enfermo va a necesitar también ayuda para curar sus heridas del pasado, para enfrentarse con serenidad a sentimientos oscuros de culpabilidad, para reconciliarse consigo mismo y con Dios, y despedirse de este mundo con paz.
Es preciso ayudarlo escuchándole, y hablarle con palabras y gestos sencillos, con fe y desde la fe, sobre la ternura y la bondad de Dios que nos espera y acoge al final de la vida con amor insondable de Padre. Recordarle las palabras de Jesús: «Les aseguro: el que cree tiene vida eterna».
Oración. «Dios de todos los seres humanos», que siempre has alimentado a todos tus hijos con el pan de tu revelación y tu asistencia a todos los pueblos; te rogamos que nunca falte a la Humanidad la acción de tu Espíritu Santo en todos los rincones del mundo, para que en todas las lenguas y bajo todos los nombres podamos sentirnos unidos a Ti y movidos por tu amor. Amén.
Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf.
Párroco