Testigos de la Luz: La fe cristiana nace del encuentro vivido por un grupo de personas con Jesús. Comienza cuando estos se ponen en contacto con él y experimentan “la cercanía salvadora de Dios”. Esta experiencia, liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús, es la que ha desencadenado todo.
Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.
El cuarto evangelio presenta la figura de Juan Bautista, como un «hombre», sin más calificativos ni precisiones. El testigo es como Juan; No se da importancia. No busca ser original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera convencida. Se nota que Dios ilumina su vida; la irradia en su manera de vivir y de creer. El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Comunica lo que le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. Comunica confianza en Dios, libera de miedos. Abre caminos.
La vida está llena de pequeños testigos: creyentes sencillos, humildes, conocidos sólo en su entorno. Personas entrañablemente buenas, que viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios.
En la Iglesia nadie es «la Luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo. Así, nuestras catequesis y predicaciones deberán conducir a conocer, amar y seguir con más fe y más gozo a Jesucristo, y nuestras eucaristías deberán de ayudar a comulgar de manera más viva con Jesús, con su proyecto y con su entrega crucificada a todos?
En medio del desierto: Los grandes movimientos religiosos han nacido casi siempre en el desierto. Los hombres y mujeres del silencio y la soledad, son los que al ver la luz, pueden convertirse en maestros y guías de la Humanidad. En el desierto no hay cabida para lo superfluo. En el silencio sólo se escuchan las preguntas esenciales. En el desierto sólo sobrevive quien se alimenta de lo interior.
En la sociedad de la abundancia y del progreso, se nos hace cada vez más difícil escuchar una voz que venga del desierto. Se oye más la publicidad de lo superfluo, de lo trivial, la palabrería de políticos, prisioneros de su estrategia y hasta discursos religiosos interesados.
Se dificulta conocer testigos que nos hablen desde el silencio y la verdad de Dios. Pero en el desierto de la vida moderna, podemos encontrarnos con gente sencilla y entrañablemente humana que irradian sabiduría y dignidad, No pronuncian muchas palabras, pues su vida es la que habla. Ellos nos invitan, como el Bautista, a dejarnos «bautizar», a sumergirnos en una vida diferente, a recibir un nuevo nombre y a «renacer» como hijos queridos de Dios.
Esperar: Las personas que no saben esperar, quieren satisfacerlo todo enseguida; su vida se encierra en lo inmediato; no tienen paciencia para madurar las cosas, los encuentros, las decisiones; no conocen el enriquecimiento propio de la espera. La espera más enriquecedora es, sin duda, la de quien aguarda el encuentro con un ser querido. Crea en nosotros una tensión sana, que nos prepara interiormente para acoger a quien nuestro corazón ama. Dilata nuestra alma, excita nuestro deseo, ensancha nuestra existencia, sostiene nuestra alegría.
Esta espera alcanza su mayor plenitud, no sólo cuando aguardamos a la persona querida, sino también, cuando somos esperados por ella. Una de las mayores fuentes de alegría humana es, esperar y ser esperados por alguien que nos quiere. Cuando no esperamos a nadie y nadie nos espera, nuestra vida se pierde en la monotonía y la tristeza. El creyente es una persona que, paulatinamente, va intuyendo desde su interior, que «espera» a Dios, y más aún, que «es esperado» por Él.
Juan Andrés Hidalgo Lora, CMF.
Párroco.