VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – AÑO C
Evangelio: Lucas 17,11-19
Podemos correr el riesgo de reducir el mensaje del evangelio de hoy a una lección de buenos modales, acordarnos de dar las gracias a quienes nos ayudan y a Dios por todos los beneficios que nos concede.
Jesús se sorprende, Un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica más profunda que los nueve judíos, que son hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de las Escrituras. En el camino, los diez fueron conscientes de que Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados. Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo. Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.
Pero sólo el samaritano comprendió que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas sorprendentemente había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: Es Jesús: “abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7,22).
Es el primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.
Por tanto, no reduzcamos el texto que la liturgia nos propone hoy a la importancia de la oración de “acción de gracias” para agradecer a Dios todos los dones que nos da. Jesús no está triste porque vio una falta de agradecimiento. El tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.
Dice Jesús que solo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, es el único que comprendió inmediatamente que la Salvación de Dios viene a nosotros por medio de Cristo. Es capaz de reconocer, no solo el bien recibido, sino también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento. Los otros no eran malos, solo que no estaban inmediatamente conscientes de la novedad.
Podemos recomponer la historia y pensar que los otros nueve, primero fueron a los sacerdotes para las formalidades de verificación de su salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrían regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a Jesús. Pero Jesús se lamenta porque no han sabido comprender la novedad de Dios. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del templo.
También tenemos que ser conscientes de que el texto no habla de uno, sino de diez leprosos. Lucas no subraya este detalle como dato pasajero. El número 10 en la Biblia tiene un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los leprosos del evangelio representan, por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios.
Quien no es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a sí mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados sino un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos, siendo todos pecadores salvados por su Amor.
Saquemos nuestras conclusiones. El leproso samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más y el relato concluye con un grupo de personas descorteses y un Jesús no muy contento, parece un relato que comunica más tristeza que alegría. ¿Dónde queda la alegría del Evangelio? Los impuros, los herejes, los marginados no están alejados de Dios, y pueden llegar a Cristo en primer lugar y de una manera más auténtica que los que nos consideramos buenos.
Jesús María Amatria, CMF.