Evangelio: Juan 20,19-23
Jesús ha prometido a sus discípulos que no los dejaría solos y que enviaría al Espíritu Santo. Hoy celebramos la fiesta del don del Resucitado. Los numerosos “prodigios” que nos narra el pasaje de los Hechos, acaecidos en el día de Pentecostés, nos dejan totalmente sorprendidos: truenos y viento impetuoso, llamas que descienden del cielo, los apóstoles hablando todas las lenguas.
En la primera lectura, Lucas sitúa la venida del Espíritu en el día de Pentecostés. Juan, por otra parte, nos dice en el evangelio de hoy que Jesús comunicó su Espíritu en el mismo día de la Resurrección. ¿Cómo se explica la discordancia entre las dos fechas?
Digámoslo claramente desde el principio: el misterio pascual es único. Muerte, Resurrección, Ascensión y don del Espíritu han tenido lugar en el mismo instante, en el momento de la muerte de Jesús. Narrando lo sucedido en el Calvario aquel Viernes Santo, Juan dice que, inclinando la cabeza, Jesús entregó el Espíritu. ¿Por qué, entonces, este sublime misterio pascual ha sido presentando por Lucas como si hubiera sucedido en tres momentos sucesivos? Lo ha hecho para ayudarnos a comprender sus múltiples dimensiones.
Para los primeros cristianos el primer día de la semana es muy importante por ser el día del Señor. Es el día en que la Comunidad suele reunirse para la fracción del pan eucarístico. Era por la tarde. La referencia al tiempo con que comienza el pasaje evangélico es preciosa: quizás indique la hora tardía en que los primeros cristianos tenían por costumbre reunirse para sus celebraciones.
Cuando Jesús muestra las manos y el costado, los discípulos se llenaron de alegría. Una reacción sorprendente: deberían haberse entristecido al ver los signos de su pasión y muerte. Se alegran, sin embargo, no porque se encuentran ante el Jesús al que han acompañado a lo largo de los caminos de Palestina, sino porque ven al Señor (v. 20), se dan cuenta de que el Resucitando que está revelándose a ellos es el mismo Jesús, aquel que ha entregado la vida.
Después de haber saludado por segunda vez: La paz esté con ustedes (vv. 19.21), Jesús dona a los discípulos su Espíritu y les confiere el poder de perdonar los pecados (vv. 21-23). Los discípulos son enviados a cumplir una misión: “Como el Padre me ha enviado también les envío yo”. Cuando estaba en el mundo, Jesús hacía presente el rostro y el amor del Padre (cf. Jn 12,45), ahora, dejado este mundo, continua su obra a través de los discípulos a quienes infunde su Espíritu. Acogerle a él era acoger al Padre que le había enviado; ahora, acoger a sus enviados es acogerle a él (cf. Jn 13,20).
Con un gesto simbólico –Jesús sopló sobre ellos– les entregó su Espíritu. Este soplo nos recuerda el momento de la Creación cuando “el Señor modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz aliento de vida”. El soplo de Jesús crea al hombre nuevo, que ya no es víctima de las fuerzas que lo conducen al mal, sino que está animado de una energía nueva que lo empuja hacia el bien. Allí donde llega este Espíritu, el mal es vencido, el pecado es perdonado –cancelado, destruido– y nace el hombre nuevo modelado conforme a la persona de Cristo. La misión que el Resucitado confía a sus discípulos es la de perdonar los pecados, continuando así su obra de “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Jesús María Amatria, cmf.