Evangelio: Marcos 8,27-35
Jesús camina y sus discípulos van detrás conscientes de que siguen a un ser extraordinario. Y, sin embargo, después de meses de comunión de vida con el Maestro, no habían logrado captar su verdadera identidad.
Marcos nos sitúa el relato en las cercanías de Cesaréa de Filipo, la ciudad que uno de los hijos de Herodes el Grande fundó en el extremo norte de Israel y erigió como capital de su reino. Está habitada en su mayoría por los paganos y ésta es quizás la razón que empuja a Jesús a dejar las ciudades y pueblos a lo largo del Mar de Galilea y comenzar su viaje hacia esa región. Demuestra que quiere llevar la Salvación a todos los hijos de su pueblo, incluso a los más lejanos.
Estamos en la mitad del evangelio y Jesús hace a sus discípulos dos preguntas; la primera muy simple: ¿Quién dice la gente que soy yo? Y más comprometida la segunda: ¿Quién soy yo para ustedes?
Después de referir lo que piensa la gente, Pedro parece haber comprendido todo y, en nombre de los demás, proclama: “Tú eres el Cristo”, el Mesías, el Salvador de quien han hablado los profetas y que toda la gente espera. Es la respuesta exacta.
A la respuesta de Pedro sigue la imposición estricta de silencio ya que Jesús no quiere que se corra la voz acerca de su identidad mesiánica. Y la razón es clara, Pedro dio la definición correcta, pero en realidad la idea que tiene en mente es totalmente distorsionada. Para él, el Maestro a través de señales y prodigios y la ostentación de fuerza va a comenzar pronto su reinado de Dios en la tierra. Va a ser un éxito.
Marcos nos está invitando a que reflexionemos sobre la imagen de Dios y sobre nuestra concepción de la vida que hay detrás de nuestras profesiones de fe.
Jesús comienza a enseñar a sus discípulos que el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, que no está destinado al éxito, sino al fracaso. No va a Jerusalén con el fin de vencer a sus enemigos sino para entregarles su vida.
La lógica humana no puede menos de quedarse muda, desorientada, frente a semejante perspectiva. Y Pedro, en nombre de todos, reacciona, está dispuesto a entregar su vida para vencer, no para perder. No le atrae el emprender un camino que conduce al fracaso; por eso intenta que el Maestro cambie de idea.
Jesús nos estimula a cargar con nuestra cruz. No se refiere a la necesidad de soportar pacientemente las grandes y pequeñas tribulaciones de la vida y, menos aún, es una exaltación del dolor como medio de agradar a Dios. El cristiano no busca el sufrimiento sino el Amor.
La cruz era el castigo reservado a los esclavos, a aquellos que no se pertenecían a sí mismos, sino a otro, al dueño. Abrazarla significa tomar la decisión de convertirse en siervos de los demás. Y Jesús lo fue, como lo canta el famoso himno de la Carta a los Filipenses: “Se vació de sí y tomó la condición de esclavo… se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz”.
La cruz es el signo del Amor de Dios y el don supremo de sí mismo. Llevarla siguiendo a Jesús significa unirse a Él estando disponibles para los demás.
Hoy seguimos escuchado a Jesús que nos pregunta sobre su identidad. Pero cuando digo Jesús ¿qué estoy diciendo? No es suficiente cultivar una creencia para ser considerado discípulo suyo.
Jesús María Amatria, CMF.