Evangelio: Marcos 5,21-43
El relato que nos propone el Evangelio de este domingo nos habla de dos milagros, uno incluido en el otro.
Nos fijaremos en primer lugar en la mujer que sufre de hemorragia incurable. La sangre es el símbolo de la vida, pero cuando ésta sale del cuerpo, recuerda la muerte, provoca asco y miedo. La ley establece que la mujer que tenga pérdida de sangre no sea admitida a las fiestas y reuniones de la comunidad; debe ser evitada por todos, como si fuera una leprosa. Como todas las personas enfermas, marginadas o despreciadas, esta mujer “impura” siente dentro de sí un impulso irresistible de acercarse a Jesús, de “tocarlo”: porque pensaba: “Con solo tocar su manto quedaré sana”.
Dos obstáculos hacen imposible este encuentro: el temor a violar las estrictas disposiciones de la Ley y la barrera formada por la enorme multitud que se arracima alrededor del Maestro. De ahí que se acerca por detrás a Jesús, toca su manto y, como golpeada por una fuerza repentina de vida, se siente curada.
Nos encontramos frente a una mujer, sin nombre, impura desde hace doce años. Al evangelista le interesa hacer hincapié en el número doce; de hecho, lo retoma más adelante cuando habla de la edad de la hija de Jairo: “Tenía doce años”.
Doce es el símbolo del pueblo de Israel. La impureza de la mujer y la falta de la vida de la niña indican, en el lenguaje simbólico del evangelista, la condición dramática de la “mujer-Israel”, cuyos líderes espirituales no solo son incapaces de curar sus enfermedades, sino que obstaculizan, el encuentro con Aquel que es capaz de comunicar la Salvación.
Jesús toma una actitud totalmente opuesta: no evita de ninguna manera a aquellos que son considerados impuros; deja que se le acerquen, que lo toquen. No hay enfermedad, física o moral, que justifique el rechazo o que constituya un impedimento para acercarse a Dios.
La multitud representa a los cristianos de hoy que están cerca del Maestro, tienen la oportunidad de escuchar su Palabra y de “tocarlo” en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Si sus vidas no se transforman, si sus vicios y pecados siguen siendo los mismos, si no cambia el carácter intratable ni disminuyen las palabras ofensivas, significa que siguen siendo “muchedumbre” que se apiñan junto a Cristo sin nunca “tocarlo” realmente; tienen un contacto superficial y externo con Él; su Palabra es solamente un sonido que entra por los oídos, pero sin llegar al corazón.
En el segundo episodio, el de la hija de Jairo, es también la fe la que salva. Aquí no estamos ante una enfermedad grave sino ante una situación desesperada, la muerte.
Jesús quiere decirnos que no hay situaciones irrecuperables para quien tiene fe de en Él. Cuando nos encontramos con personas que han arruinado por completo sus vidas, que son depravadas y están prácticamente “muertas”, casi todos perdemos la esperanza y damos la razón a aquellos que, como los amigos Jairo, van repitiendo: “Olvídalo, no hay nada que hacer, no vale la pena insistir…” “No sigas molestando al Maestro de …”
A los que han perdido la esperanza de que los “malvados” puedan cambiar, Jesús les dice: “No temas, basta que tengas fe”. Quien cree en Él verá, incluso hoy mismo, ‘resurgir’ a nueva vida a aquellos considerados definitivamente ‘muertos’.
- Jesús María Amatria, cmf.