El domingo de Pascua de Resurrección es el día más importante del año para los cristianos. porque recordamos el acontecimiento determinante de nuestra existencia. Por encima de la muerte, está la fuerza de la vida, la plenitud de la vida, la esperanza de una existencia que sacia todos nuestros anhelos, ilusiones y deseos de felicidad. Todo esto se sabe, se espera y se hace posible gracias a la fe. La pascua del resucitado es el día de la esperanza. El día que nos abre, de par en par, las puertas del futuro.
«Que había de resucitar de entre los muertos». Los discípulos ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, los transformó totalmente. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron sus conclusiones.
Dios es amigo de la vida. Ahora no había ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que sólo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere llenos de vida. En adelante, sólo hay una manera cristiana de vivir: poniendo vida donde otros ponen muerte.
Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «felices los pobres porque tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Sólo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos.
Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir la justicia, por encima del abuso y la crueldad que se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Sólo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir.
Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios:
Dios es alegría en la pascua. Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de las víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros? La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás.
Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, Él «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap 21, 4). Un día, todo eso habrá pasado.
Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, nos dejamos conmover y afectar por su dolor; dejamos que nos incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos vuelve insensibles. Más bien, nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad, hasta el fin de los tiempos. No hemos de olvidarlo nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados, no estamos celebrando la Pascua del Señor, sino nuestro propio egoísmo.
Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf, José Antonio Pagola y José María Castillo.