«TÚ ERES MI HIJO AMADO, EL PREDILECTO»
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban “cerrados”. Una especie de muro invisible parecía impedir la comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu. Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado y ya no le preocupaban los problemas de Israel.
Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios que crea la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, a curarla y hacerla más humana. Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los discípulos del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús con su Espíritu. Hermanos, sin ese Espíritu todo se apaga en el cristianismo. La confianza en Dios desaparece, la fe se debilita.
Con lo que estamos viviendo en este tiempo de crisis y de encerramiento, no debemos de olvidar que sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se resquebraja. Sin el Espíritu la misión se olvida, la esperanza muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad religiosa. Hoy podemos ver que nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido de su Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo, devociones o estrategias diversas, lo que solo puede nacer del Espíritu. Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad; bautizarnos con el Espíritu de Jesús.
El texto de este domingo nos habla del testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús, quien llevará a cabo su obra, no por un bautismo de agua (aunque sea un símbolo), sino por el bautismo en el Espíritu. Es la presentación profética, pero sencilla, del que ha de revelar a Dios, sus mandamientos, su proyecto de salvación y de gracia. Jesús vino al Jordán como hombre, pero al pasar por el Jordán, como el pueblo, quedó «constituido» en el profeta definitivo del Dios de la salvación. Por eso se ha dicho que este es un relato de “vocación” profética.
En este tiempo de encerramiento, el Bautista representa como pocos el esfuerzo de los hombres y mujeres de todos los tiempos por purificarse, reorientar su existencia y comenzar una vida más digna. Este es su mensaje en el inicio de año: «Hagamos penitencia, volvamos al buen camino, pongamos orden en nuestra vida». Esto es también lo que escuchamos más de una vez en el fondo de la conciencia: «Tengo que cambiar, voy a ser mejor, he de actuar de manera más digna».
Es muy interesante ver que el Bautismo de Jesús se enmarca en el movimiento de Juan el Bautista que llamaba a su pueblo al Jordán (el río por el que el pueblo del Éxodo entró en la Tierra prometida) para comenzar, por la penitencia y el perdón de los pecados, una etapa nueva, mas bien decisiva, donde fuera posible volver a tener conciencia e identidad de pueblo de Dios. Jesús quiso participar en ello por solidaridad con la humanidad. Es verdad que él es el Hijo Eterno de Dios que, como hombre, pretende imprimir un rumbo nuevo en una era nueva. Pero no es la penitencia y los símbolos viejos los que cambian el horizonte de la historia y de la humanidad, sino el que dejemos que Dios sea verdaderamente el «señor» de nuestra vida.
El bautismo de Jesús por Juan a orillas del Jordán no sólo representa el comienzo de su aparición en público, sino que constituye, además, una verdadera revelación de su misterio. Cuando Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, es toda la humanidad, el viejo Adán, quien queda sepultado en esas aguas; y cuando sale de las aguas y recibe la unción del Espíritu acompañada de la voz del Padre, es toda la humanidad la que renace a la vida divina en el Espíritu y recupera la amistad perdida.
El nuevo bautismo de Jesús es un bautismo de purificación y conversión, pero, además, un bautismo de Espíritu, que consiste en nacer a una vida nueva: la vida del Espíritu y la vida de los hijos de Dios. En el misterio de su propio bautismo Jesús estableció una relación muy estrecha entre la inmersión en el agua y el descenso del Espíritu, de tal modo que esta inmersión se convierte en el signo sacramental del don del Espíritu.
Jesús se siente enviado, no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, construir y bendecir. El Espíritu de Dios lo conduce a potenciar y mejorar la vida. Lleno de ese «Espíritu» bueno de Dios, se dedica a liberar de «espíritus malignos», que no hacen sino dañar, esclavizar y deshumanizar.
En este nuevo año se vislumbra una humanidad donde son bastantes los cristianos que no saben muy bien en qué Dios creen. Incluso le echan la culpa de la pandemia y de las muertes de muchas personas. Se intenta conciliar de muchas maneras amor e ira de Dios, bondad insondable y justicia rigurosa, miedo y confianza, tribunal imparcial y gracia. En muchos corazones sigue vigente una imagen confusa de Dios, que hace daño e impide vivir con gozo y confianza la relación con el Creador. Esta imagen de Dios puede alejamos cada vez más de su presencia amistosa.
El evangelio narra el bautismo de Jesús en el Jordán, sugiriendo la nueva experiencia de Dios que Jesús vivirá y comunicará a lo largo de su vida. Según el relato, el «cielo se abre», pero no para descubrimos la ira de Dios que llega con su hacha amenazadora, como pensaba el Bautista, sino para que descienda el Espíritu de Dios, es decir su amor vivificador, su paz, y podamos vivir con confianza. A pesar de nuestros errores y mediocridad insoportable, del cielo abierto sólo llega una voz: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto». En adelante podemos afrontar la vida, no como una «historia sucia» que hemos de purificar constantemente, sino como el regalo de la «dignidad de hijos de Dios», que hemos de cuidar con gozo y agradecimiento.
Amigos, para quien vive de esta fe, la vida está llena de momentos de gracia: el nacimiento de un hijo, el contacto con una persona buena, la experiencia de un amor limpio ponen en nuestra vida una luz y un calor nuevos. De pronto nos parece ver muchas cosas que nos dan felicidad plena. Algo nuevo comienza en nosotros; nos sentimos vivos; se despierta lo mejor que hay en nuestro corazón. Lo que tal vez habíamos soñado secretamente se nos regala ahora de forma inesperada: un inicio nuevo, una purificación diferente, un «bautismo de Espíritu y de fuego». Detrás de esas experiencias está Dios amándonos como a hijos predilectos de quien él se siente orgulloso.
El Bautismo que recibimos de niños está exigiendo de nosotros los adultos, una confirmación en la fe, una ratificación personal. Sin ella, nuestro Bautismo queda incompleto, como signo vacío de su contenido total, como llamada sin eco ni respuesta verdadera. Por esta razón terminemos orando tratando de escuchar la voz del Padre Dios también hoy: «Si tú quisieras ser sabio. Pídeme sabiduría. Hijo yo te la daría. No te canses de pedirla. Nunca te la negaría. Pues mucha falta que te hace. Habla de mí en todas partes. De tantas cosas que hay bellas. Le hablarás de mi amor. Que a todos yo se los doy. Con tanto amor y alegría. Para que siempre hijo mío. Me recuerdes con amor». Amén.
Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf y José Antonio Pagola.