Marcos narra este episodio para advertir a las comunidades cristianas que Jesús puede ser rechazado, precisamente por quienes creen conocerlo mejor, pero se encierran en sus ideas preconcebidas, sin abrirse a la novedad de su mensaje ni a su persona. Sus vecinos quedaron sorprendidos por dos cosas: la sabiduría de su corazón y la fuerza curadora de sus manos Lo más atrayente era que Jesús no era un pensador que explicaba una doctrina, sino aquel que les comunicaba su experiencia de Dios y enseñaba a vivir bajo el signo del amor. No era un líder autoritario sino un curador que sanaba la vida y aliviaba el sufrimiento.
No ejercía poder cultural ni intelectual como los escribas, ni el poder sagrado de los sacerdotes del templo. No era miembro de una familia honorable, ni pertenecía a las elites urbanas. Jesús era un «obrero de la construcción», de una aldea desconocida de la Baja Galilea.
No había estudiado en ninguna escuela rabínica, ni se interesó nunca por los ritos del templo. La gente lo veía como un maestro que enseñaba a entender y vivir la vida de manera diferente.
¿Cómo acogemos a Jesús los que nos creemos «suyos»? En medio de un mundo que se ha hecho adulto, ¿es nuestra fe demasiado infantil y superficial? ¿Somos indiferentes a la novedad revolucionaria de su mensaje? ¿Tenemos fe en su fuerza transformadora o estamos silenciando su Espíritu y despreciando su Profecía?
A Jesús no se le puede entender desde fuera. Hay que entrar en contacto con él. Dejar que nos enseñe a vivir en la presencia amistosa y cercana de Dios: Cuando uno se acerca a Jesús, no se siente atraído por una doctrina, sino invitado a vivir de una manera nueva. Para experimentar su fuerza salvadora, es necesario dejarnos curar por él: recuperar, poco a poco, la alegría de vivir, la compasión, la libertad interior, liberarnos de miedos que nos paralizan, y atrevemos a salir de la mediocridad para crear un mundo más justo. Jesús sigue hoy «imponiendo sus manos». Sólo se curan quienes creen en él.
La Fe puede curar. Muchas personas ignoran que el deterioro de su salud comienza a gestarse en una vida absurda y sin sentido, en la carencia de amor verdadero, en la culpabilidad vivida sin la experiencia del perdón, en el deseo centrado egoístamente sobre uno mismo y otras «dolencias» que impiden el desarrollo de una vida saludable.
Ciertamente, utilizar la religión como uno de tantos remedios para tener buena salud física o síquica, seria degradarla; la razón de ser de la religión no es la salud del hombre sino su salvación definitiva. Pero, la fe posee fuerza sanante, y acoger a Dios con confianza puede ayudar a muchos a vivir de manera más sana. En lo más profundo, el ser humano pide sentido, esperanza y sobre todo, amor. Muchos comienzan a enfermar por falta de amor. Por eso, la experiencia de saberse amado incondicionalmente por Dios, los cura. Los problemas no desaparecen, pero saberme amado siempre y en cualquier circunstancia, y no porque yo soy bueno y santo, sino porque Dios es bueno y me quiere, es una experiencia que genera estabilidad interior.
A partir de esta experiencia básica, el creyente puede ir curando heridas de su pasado almacenadas en su interior. El amor de Dios, acogido con fe, puede ayudar a mirar con paz errores y pecados, puede liberar de las voces inquietantes del pasado, puede ahuyentar espíritus malignos que a veces pueblan la memoria. Todo queda abandonado confiadamente al amor de Dios. Esa experiencia del amor de Dios puede sanar el vivir de cada día. En la vida todo es gracia y para quien vive abierto a Dios, hasta la experiencia más negativa y dolorosa puede ser vivida de manera positiva.
¿Qué hacer para crecer en la fe y acrecentar nuestra confianza en Dios? Es necesario pasar de: Del sufrimiento a la invocación. Todos tenemos, tarde o temprano, problemas y dificultades. Si en nosotros hay un poco de fe, es el momento de invocar a Dios: «Desde lo hondo grito a ti, Señor». Pasar de la alegría de vivir a la acción de gracias. No todo son problemas sino también gozo y momentos de felicidad serena. Es bueno sentirse vivo y experimentar la alegría de vivir. Y, por último, pasar de la culpa a la acogida del perdón. También muchos sentimos el disgusto de la «mala conciencia» y la culpabilidad. No siempre queremos reconocerlo, pero es así. Sabemos cómo estamos estropeando la vida con nuestra mediocridad, egoísmo y cobardías. Pero no hay mayor gracia que la de creer cada vez más en el perdón infinito de Dios.
Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf.
Párroco