Evangelio de san Marcos 2, 23-3, 6
El sábado se hizo para el hombre.
La escena se desarrolla en sábado, día sagrado en el que está prohibido cualquier tipo de trabajo. Jesús coloca al paralítico en medio de la asamblea y plantea claramente el dilema: ¿Qué hacemos? ¿Observamos fielmente la ley y abandonamos a este hombre, o lo salvamos rompiendo la ley? ¿Qué es lo que hay que hacer: “salvar la vida a un hombre o dejarlo morir”?
Sorprendentemente, los presentes se callan. En el fondo de su corazón es más importante mantener lo que establece la ley que preocuparse de aquel pobre hombre. Jesús los mira dolido y con “mirada de ira”.
La aportación más decisiva de Jesús es hacer ver con absoluta firmeza y claridad que la obediencia a Dios lleva siempre a buscar el bien del ser humano pues su voluntad consiste en que el hombre viva con plenitud. Dios es Amor y su gloria consiste precisamente en el bien de sus criaturas.
Jesús no desprecia la ley. La ley es necesaria para la convivencia política y religiosa. Pero, según Jesús, la ley debe estar siempre al servicio del hombre y de la vida. Sería una equivocación defender la ley por encima de todo, y propugnar el orden y la seguridad social, sin preguntarnos si realmente están al servicio de los más necesitados.
Cuando Pedro tuvo que hablar por vez primera de Cristo a los paganos, lo que salió de su corazón fueron estas palabras: «El pasó la vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él».
Pedro, como todos los que fueron testigos de la vida de Jesús, tiene la impresión de haber conocido, por fin, la existencia de un hombre incansablemente bueno, un hombre en el que se puede «ver a Dios» haciendo el bien.
Los evangelistas emplean un verbo muy especial para expresar la reacción de Jesús ante el sufrimiento de las gentes que encuentra en su camino. En general, las biblias lo suelen traducir diciendo que Jesús «se compadece». Pero el significado literal del término griego sugiere algo más. A Jesús «le tiemblan las entrañas» cuando ve sufrir a alguien. No puede pasar de largo. Todo su ser se conmueve.
Así reacciona cuando se le acerca un hombre destruido por la lepra, o cuando se encuentra, en la aldea de Naím, con una madre viuda a cuyo hijo llevan a enterrar, o cuando unos ciegos le piden en Jericó que abra sus ojos. En el texto evangélico de Marcos se nos dice que Jesús no puede celebrar la liturgia de la sinagoga sin hacer algo por aquel hombre que está allí, a la entrada, con una mano paralizada.
Pero es necesario no pasar de largo. Detenerse más ante cada persona. Llevar bien abiertos los ojos y mirar más despacio a quien sufre. Es tan fácil correr tras los propios intereses dando la espalda a quien nos resulta molesto.
Sin embargo, pocas cosas hay más grandes que estar junto a la persona que sufre, compartiendo su pena y desvalimiento. Incluso, cuando no hay nada que hacer y todo parece perdido, la presencia cercana y amistosa aporta alivio y fuerza para vivir. Una escucha respetuosa y amable puede ayudar al que sufre a desahogarse. Una palabra dicha con tacto y ternura puede liberar de la soledad y abrir un horizonte nuevo.
- Jesús María Amatria, cmf.