ÉL HABÍA DE RESUCITAR DE ENTRE LOS MUERTOS.
Amigos, ¡Feliz Pascua de Resurrección! Hoy es domingo de pascua de resurrección. Aun resuenan los ecos del aleluya y el gloria. Por eso este domingo es tan diferente, porque es un amanecer festivo y alegre, de encuentro con el Resucitado. Es la fiesta del viviente y de la vida. Se convierte en la celebración del triunfo de Jesús sobre el abandono, el dolor y la muerte. Y según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado.
Celebramos la Pascua no sólo con esperanza, también con una gran certeza: Dios nos libera radicalmente del mal y nos compromete con la liberación. Estamos llamados a vivir como resucitados, buscando y sirviendo los bienes de arriba, los valores del evangelio, una vida en plenitud. Hoy celebramos los hechos, acontecimientos, en los que Dios ha ido haciendo su trabajo en la historia para el bien de los humanos.
Hoy los creyentes nos sentimos movidos por el Espíritu a ser testigos de ese amor desbordante de Dios. No hay fe sin este compromiso con la vida. Somos sus testigos en la medida en que continuamos con Él la apuesta por los que sufren las consecuencias del pecado: el dolor, la soledad, la pobreza, la violencia, las marginaciones y exclusiones, el sin-sentido de una vida construida a sus espaldas y a las espaldas del Dios de la vida.
Para los cristianos, estas crisis que estamos viviendo no son definitivas. Nuestra vida está radicalmente salvada por el misterio de Jesús que ha padecido nuestros males, pero los ha vencido en su Resurrección. La mañana de la Pascua fue una mañana de sorpresas para los amigos de Jesús. Hoy es María Magdalena quien en un primer momento piensa que alguien se ha lo ha llevado del sepulcro.
Ellos tuvieron que esperar a que Juan entrase en el sepulcro y cayera en la cuenta de que había ocurrido lo que el propio Jesús les había anunciado: que resucitaría de entre los muertos. Juan vio y creyó. El Espíritu abrió puertas, disipó temores, y afianzó su fe en que, de otra manera, menos sensible, pero no menos real, Él sigue caminando con ellos, comiendo con ellos, regalándoles su presencia y su palabra y convocándoles a su misión, la de anunciar que la muerte no ha interrumpido la historia.
María Magdalena expresa su desconcierto lamentándose “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Para nosotros los seguidores de Jesús, debemos de saber dónde han puesto al Señor: «donde dos tres se reúnen en su nombre ahí está Él». Nosotros somos sus testigos si seguimos abriendo caminos con Él para que el Reino llegue a nuestra historia. Celebramos la Pascua renovando la fe y el amor hacia este Dios que no es un Dios de muertos, sino de vivos.
Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte. Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?”.
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: “¡María!”. Ella se vuelve rápida: “Rabbuní, Maestro”. María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
En este tiempo de tantos miedos, creer en el Resucitado es resistirnos a aceptar que nuestra vida es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándonos en Jesús resucitado por Dios, intuimos, deseamos y creemos que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el anhelo de vida, de justicia y de paz que se encierra en el corazón de la Humanidad y en la creación entera. Creer en el Resucitado es confiar en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar.
Creer en el Resucitado es acercarnos con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, discapacitados físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión, cansadas de vivir y de luchar porque han perdidos seres queridos en este tiempo de pandemia. Un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Pues creer en el Resucitado es confiar en que nuestros esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no se perderán en el vacío.
Hermanos, creer en el Resucitado es esperar que las horas alegres y las experiencias amargas, las “huellas” que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido o hemos disfrutado generosamente, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. Dios será todo en todos. Es verdad cuanto nos has dicho de Dios. Ahora sabemos que es un Padre fiel, digno de toda confianza. Un Dios que nos ama más allá de la muerte. Ahora sabemos que Dios es amigo de la vida. Ahora empezamos a entender mejor tu pasión por una vida más sana, justa y dichosa para todos.
Ahora sabemos que Dios hace justicia a las víctimas inocentes: hace triunfar la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, el amor sobre el odio. Seguiremos luchando contra el mal, la mentira y el odio. Buscaremos siempre el reino de ese Dios y su justicia. Sabemos que es lo primero que el Padre quiere de nosotros. Ahora estás vivo para siempre y te haces presente en medio de nosotros cuando nos reunimos dos o tres en tu nombre. Ahora sabemos que no estamos solos, que tú nos acompañas mientras caminamos hacia el Padre.
Amigos, Pascua es la fiesta de la confianza. La fiesta de Pascua nos invita a reemplazar la angustia de la muerte por la certeza de la resurrección. Si Cristo ha resucitado, la muerte no tiene la última palabra. Podemos vivir con confianza. Vivir desde esta confianza no es dejar de ser lúcido. Sentimos en nuestra propia carne la fragilidad, el sufrimiento y la enfermedad. La confianza en la victoria final de la vida no nos vuelve insensibles. Al contrario, nos hace sufrir y compartir con más profundidad las desgracias y sufrimientos de la gente en este tiempo de pandemia. Llevamos dentro de nuestro corazón la alegría de la resurrección, pero, por eso precisamente, nos enfrentamos a tanta insensatez que arranca a las personas la dignidad, la alegría y la vida.
En este tiempo de crisis y de desierto, celebramos la fiesta de los que se sienten solos y perdidos, de los enfermos incurables y de los moribundos. Es la fiesta de los que viven muertos porque han perdido todo lo material hoy se sienten por dentro destruido y sin fuerza para resucitar. La fiesta de los que sufren en silencio agobiados por el peso de la vida o la mediocridad de su corazón. Es la fiesta de los mortales porque Dios es nuestra resurrección. El verdadero enemigo de la vida no es el sufrimiento sino la tristeza. Nos falta pasión por la vida y compasión por los que sufren.
A K Rahner le gustaba decir que el Resucitado es «el corazón del mundo», la energía secreta que sostiene el cosmos y lo impulsa hacia su verdadero destino, la ley secreta que lo mueve todo, la fuerza creadora de Dios que atrae la historia del hombre y del mundo hacia su vida misteriosa e insondable. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (1 Tm 2, 4). Si en este día de Pascua se despierta dentro de mí un gozo único, es porque espero la vida eterna de Dios, sobre todo, para tanta gente a la que veo sufrir en este mundo sin conocer la dicha y la paz.
Fuentes: Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf y José Antonio Pagola.