«ESTE ES MI HIJO, MI ELEGIDO; ESCÚCHENLO».
Apreciados hijos amados de Dios, hoy celebramos el segundo domingo de cuaresma. Y hoy, luego de habernos conducido anteriormente con Jesús al desierto, volvemos nuestra mirada hacia los orígenes de nuestra fe, y esta eucaristía tiene como mensaje central buscar la presencia de Dios, que no está en las alturas alejado de la humanidad, sino en la historia cotidiana de las personas, encarnado como amor que da confianza y nos conduce a seguir adelante.
Queridos amigos, cuán profundo ha sido el amor de Dios para con nosotros. En cada acontecimiento de nuestras vidas él siempre se hace presente, colocándose siempre en el centro. Aún en estos momentos y en muchos acontecimientos, podríamos ratificar que no estamos solos y que, en medio de este tiempo de guerras, de enfermedades y de incertidumbre, en que todo se cuestiona; los usos y costumbres, incluida la política, y son tantas las voces y tan ruidosas, que impiden tomarse un espacio para discernir de forma personal y comunitaria. Pero sería bueno hacer una pausa y meditar sobre lo que hoy estamos viviendo.
Qué diferente sería si nosotros, como cristianos, aterrizáramos y viéramos la realidad de muchos que hoy padecen las injusticias, necesidades, hambre, sed, desnudez y que están abandonados en las calles. Y aunque muchos de nosotros lo veamos bien, la realidad de otros es totalmente diferente y se nos llama a identificarla y a buscar la forma de poder ayudar. ¡Ay de aquellos que han alterado los precios en estos últimos días! Y es bueno que nos preguntemos qué nos dan los precios alterados. Más ganancia y más dinero. Y ¿de qué te servirá, si te has convertido en un estafador de los demás? Tu tendrás mucho pero aquel pobre, lo que tiene no le alcanza para nada, ni para sustentar a sus hijos. No se conviertan en acumuladores de pecados, conviértanse en acumuladores de hacer el bien al necesitado.
Ya en evangelio podemos ver que quien es elegido por Cristo verá grandes cosas. Vemos como la transfiguración presenta la fe cristiana como encuentro con Jesucristo, revelación de Dios y camino para toda la humanidad. Jesús se llevó a Pedro, Juan y Santiago a lo alto de una montaña, lugar donde Dios habla. Ellos representan la comunidad cristiana. El relato de la transfiguración confirma el mensaje como una experiencia anticipada del triunfo de la vida sobre la muerte.
Ahora, en la cima de la montaña anuncia su resurrección. Los discípulos todavía no entienden que el poder de Jesús está en la debilidad del amor. Por eso no aceptan un Mesías crucificado y muerto. Para ellos esto constituía el fracaso del proyecto de Jesús. Porque pensaban aún con los parámetros del Antiguo Testamento; por eso Pedro se siente cómodo con Moisés y Elías, que representan la ley y los profetas. Pero la propuesta que Pedro hace de quedarse a vivir en la montaña es alimentada por el miedo al fracaso y al sufrimiento, convirtiéndose en un nuevo obstáculo para el proyecto de Jesús.
En primer lugar, Pedro coloca a Jesús al mismo nivel de Moisés y Elías. Eliminando lo que es el nuevo testamento. En segundo lugar, reduce el mundo a la montaña, discriminando a los de abajo, a los pobres, a los marginados, a los que se juegan la vida con el día a día. Adonde está el pueblo. Donde Jesús quiere poner su choza y quedarse a vivir con nosotros. Es la tentación de la comodidad, la superficialidad, la diferencia ante el conflicto social, de escapar de la realidad o de los problemas. Es lo que hace que los discípulos o nosotros, no seamos capaces de ver más allá del miedo y de la muerte. Por eso Dios interviene, para confirmar que nada ni nadie dará marcha atrás al proyecto del reino encarnado en su hijo Jesús, quien es la vida en plenitud.
Los discípulos dirigen una oración a Dios, donde Jesús, como fuente de luz resplandece y quiere hacerles partícipes de su experiencia personal. Él muestra como la oración es parte de su misión. Al representar a Moisés y Elías, Jesús comparte las revelaciones del desierto que le espera en su éxodo definitivo al pasar Padre, pasando por la muerte en Jerusalén. Así como ocurrió en el pasado con Moisés en la cumbre del Sinaí, con el profeta Elías en el monte Horeb, es Dios mismo quien se revela en la voz celeste bajo la nube protectora de su presencia. Jesús era consciente de todo lo que tenía que vivir. Por eso resalta la importancia de escuchar la voz de lo alto. “Este es mi hijo, mi elegido, escúchenlo”. Y es que ese rostro manifestado por Dios transforma la historia y es a través de la oración que él nos enseña a confiar más en él.
La transfiguración nos anticipa la resurrección; nos anuncia la divinidad de Jesús que se nos muestra como figura celestial. Su rostro resplandecía dándonos su luz para que podamos verle con ojos de fe, y mirándolo en la eucaristía, decirle como Pedro: “qué bien se está aquí”. Él está ahí presente, transfigurado, y le podemos ver si estamos dispuestos a seguirle, atentos a escucharle y a cumplir su voluntad. Dejar que su voz nos guie y que él traspase nuestro corazón. Es esa voz es la que nos marca el camino de entrada en la luz del que viene alumbrar y a sanar las heridas del mundo; la que se ha entregado por amor hasta el final, y se queda para brindarnos su protección.
Hoy se nos pide que estemos atentos y prestemos atención a lo que Dios nos transmite en su palabra; que a pesar de lo que estemos pasando, sepamos guardar silencio para así poder afianzar nuestra fe y esperanza en ese que nos puede brindar luz, consuelo y ánimo. Y a quien nos encontremos desfigurado por la vida. Hoy Jesús quiere que bajemos a nuestra realidad que muchas veces nos golpea y nos oscurece. Pero él no quiere que te apartes de su lado; quiere recorrer contigo cada paso de ese camino que te conduce al Tabor o a lo alto del calvario.
Hoy también Jesús nos invita, al igual que a sus discípulos y amigos, a subir a la montaña, a apartarnos para vivir más de cerca un encuentro con Dios mismo. Y que en este lugar máximo podamos vivir nuestro encuentro personal con Dios y desde ahí llenarnos de esperanza, sin olvidarnos que debemos escuchar su voz que nos dirige y nos llama aun en medio del temor. Jesús, a pesar de todos los momentos de dolor, de su persecución, nos da esperanza pues es él mismo quien nos trae su claridad. Para que cuando no vea bien el camino, espere y después pueda avanzar. Tu vida no solo está marcada con sufrimiento y dolor, también has de vivir momentos lindos acompañado por ese Padre de amor.
No olvidemos que a través de la oración se enciende nuestro corazón y logramos iluminar y transformar nuestro día a día. Que hoy pidamos a nuestro Padre Dios que nos cubra y nos envuelva con su luz y que podamos escuchar la voz del Señor, quien nos conduce y nos acompaña a lo largo de nuestra historia. Y que, a través de la oración yo logre transformar mi relación con los demás, ofrecer siempre lo mejor de mí. Señor que tú rostro brille en el corazón de tantos hijos que sufren. Que no sea solo la ropa la que se vuelva blanca; que se llene de luz también mi corazón, que tú lo llenes de tu gracia y de amor por los que no han sido amados.
Pidamos también a nuestro Padre Dios: Que en este día podamos tener un encuentro vivo contigo. Y que podamos transformar nuestras vidas a través de esa luz que tú nos irradias. Que podamos ser transmisores de esperanza y de vida en medio de la realidad en que vivimos. No olvides que la vida no está marcada solo de dolor y caída. Ten presente siempre los momentos lindos que has vivido. Y que estos sean siempre desde la realidad que nos ha tocado vivir. Que lo vivamos desde el amor propio y que lo podamos expresar a nuestros hermanos, movidos por la fe en ese Padre de amor: Señor, tú eres mi Dios amado, haz que pueda escuchar tu voz y obedecerte siempre. Y así como tu escogiste a tres discípulos, yo te pido que me acojas a mí, y si es tu voluntad, blanquea mí corazón para un día ver tú rostro.
Terminemos orando a ese Padre de ternura y de bondad.
«Mi Dios es un rey. Se llama Jesús. Que vive en el cielo. Donde todo es luz. Mi Dios es mi vida. Mi Dios es mi amor. El me lleva siempre. En su corazón. No me saques nunca. Tú eres mi Señor».
«Señor yo no quiero que me falte. El amor que tú me das. Para darlo a los demás. Los que nunca han tenido. Un poquito de cariño. Y también felicidad. Es que quiero conocerlo. Enséñamelo, Señor. Contigo puedo contar. Lo que tú ofreces lo cumples. Cariño y felicidad. Todo eso me darás. De mi parte tú tendrás. Todo lo que no tenías. Yo vine a darte mi amor. Y a quedarme para siempre. Porque de mi pensamiento. Yo nunca te sacaré. Amén».
«Que nunca me quede dentro. Un rinconcito vacío. Porque todo es para ti. Mi vida también es tuya. Quiero darte lo mejor. Solo tú te lo mereces. Si tú me mantienes lleno. De lo demás no les falta. Tú mandas que lo reparta. A los que no han conocido. Y tampoco habían tenido. Un gran amor de verdad. Es que tú se lo darás. Porque tú eres muy bueno. A tus hijos tú los quieres. Y no los olvidas jamás. Amén».
«Cada día mi amor crece. Como ese árbol que da frutos. En abundancia, Señor. Está lleno cada día. Que lo veo y tiene frutos. En cantidad mi Señor. Y no se van a acabar. Así no debo dejar. De amarte un solo segundo. Cada día es más profundo. El amor que por ti siento. Sin ti no puedo vivir. Y qué sería de mí. Si te fueras de mi lado. Todo yo lo dejaría. Solo por seguirte a ti. Amén».
Juan Andrés Hidalgo Lora, cmf