Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26
Debemos tener claro que el misterio pascual es único. Muerte, Resurrección, Ascensión y don del Espíritu han tenido lugar en el mismo instante, en el momento de la muerte de Jesús. Narrando lo sucedido en el Calvario aquel Viernes Santo, Juan dice que, inclinando la cabeza, Jesús entregó su Espíritu (Jn 19,30). Juan ha puesto la efusión del Espíritu en el día de Pascua para hacer ver que el Espíritu es un don del Resucitado.
¿Por qué, entonces, este único y sublime misterio pascual ha sido presentando por Lucas como si hubiera sucedido en tres momentos sucesivos? La respuesta es sencilla, lo ha hecho para ayudarnos a comprender sus múltiples dimensiones. Intentemos explicarlo.
Pentecostés era una fiesta hebraica muy antigua que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la llegada del pueblo de Israel al Monte Sinaí. Moisés subió al monte, se encontró con Dios y recibió la Ley para trasmitirla a su pueblo. Los israelitas se sentían orgullosos de este don. Para agradecer a Dios por esta predilección instituyeron una fiesta, Pentecostés.
Lucas sitúa en esta fiesta de Pentecostés el momento en que el Espíritu descendió sobre los discípulos, Cincuenta días después de la Pascua, queriendo enseñarnos que el Espíritu ha reemplazado a la antigua Ley, convirtiéndose en la nueva Ley para el cristiano.
¿Y respecto al ruido huracanado, al viento, al fuego? Está claro su significado si vemos el libro de Éxodo que nos refieren los fenómenos que acompañaron al don de la antigua Ley: “Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una nube espesa se posó sobre el monte, mientras el toque de trompeta crecía en intensidad y todo el pueblo se puso a temblar” (Éx 19,16). “Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña humeante” (Éx 20,18). Lucas nos presenta con las mismas imágenes el don del Espíritu el día de Pentecostés.
En el Evangelio de Juan que hoy nos presenta la Liturgia, se nos narran dos tareas que el Espíritu realiza en la Iglesia. Una primera tarea es la de enseñar. El Espíritu enseña de manera dinámica, se convierte en impulso interior, conduce de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, induce a tomar decisiones de acuerdo con el Evangelio.
Es necesario que el Espíritu continúe enseñando porque el Señor no ha podido explicitar todas las consecuencias y las aplicaciones concretas de su mensaje. Los discípulos se encontrarán con situaciones e interrogantes siempre nuevos a los que tendrán que responder de acuerdo con el Evangelio. Jesús asegura: Si se mantienen en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ustedes, encontrarán siempre la respuesta conforme a su enseñanza.
La segunda tarea del Espíritu es la de recordar. Hay muchas palabras de Jesús que, aun encontrándose en los evangelios, corren el riesgo de pasar desapercibidas u olvidadas. Eso ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas que no son fáciles de asimilar porque contradicen el ‘sentido común’ del mundo. Son éstas las que tienen necesidad de ser recordadas continuamente.
Quien se deja guiar por la palabra del evangelio y por el Espíritu Santo, habla una lengua que todos comprenden y que a todos une: el lenguaje del Amor. Es el Espíritu el que transforma la humanidad en una única familia donde todos se entienden y se aman.
JESUS MARIA AMATRIA, CMF